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Reseña de Denegri, Francesca y Alexandra Hibbett (eds.) (2016). Dando cuenta: estudios sobre el testimonio de la violencia política en el Perú (1980-2000). Lima: PUCP.

Este libro se sitúa en oposición a lo que Francesca Denegri y Alexandra Hibbett denominan buen recordar en el ensayo introductorio, es decir, a la idea según la cual mantener presente en la memoria los hechos del periodo de conflicto armado interno es un paso necesario y deseable para reconstruir los vínculos personales y sociales que la violencia desgarró. Como alternativa, las autoras proponen pensar el conflicto armado desde el recordar sucio, cuya apuesta ética, más bien, subraya que las experiencias personales de la guerra interna presentan matices y quiebres que cuestionan nuestros marcos interpretativos sobre dicha etapa. Es en función de esta propuesta, que los ensayos del libro trabajan testimonios de personas involucradas directamente en distintos eventos del conflicto armado.

Este libro se sitúa en oposición al buen recordar, es decir, a la idea según la cual mantener presente en la memoria los hechos del periodo de conflicto armado interno es un paso necesario y deseable para reconstruir los vínculos personales y sociales que la violencia desgarró.

El ensayo introductorio plantea también dos tipos de referente temporal respecto de los cuales leer los testimonios. El primero es concreto, con inicio y final: el periodo 1980-2000; el segundo es  transhistórico: una falla en la estructura social omnipresente en la historia del país que contiene al menos seis tipos de violencia, que al día de hoy continúan reproduciéndose.

De manera bastante interesante, esto sugiere que ver el conflicto armado como un proceso dentro de un panorama histórico más amplio, necesariamente conduce a repensar nuestros discursos sobre cómo recordar el pasado. Sin embargo, el argumento presenta dos problemas. El primero es que recurre a un lenguaje que comunica de forma confusa algo que puede decirse con más claridad; así, en lugar de señalar que los eventos ocurridos en la etapa de conflicto interno están atravesados por desigualdades de género, clase y poder, se usan rótulos como violencia del estado de excepción normalizado o violencia militar y policial y del reverso sombrío de la ley, categorías tributarias de una tradición de pensamiento (Lacan,  Butler, Agamben, Mouffe) que casi no apela al referente empírico, lo que encuentro poco adecuado para el argumento que Denegri y Hibbett desarrollan. La ausencia de algún material empírico que apoye la descripción de los seis tipos de violencia constituye el segundo problema. Por poner dos ejemplos, se afirma que la “lógica del capitalismo” atribuida a la violencia del progreso no aumenta el bienestar de la humanidad, pero no se confronta esta tesis con aquellas que afirman lo contrario; se sostiene también que la violencia del goce se revela cuando el testimoniante entra en contradicción o encuentra difícil explicar sus acciones, pero no se nos dice por qué esta tiene que ser la explicación más adecuada a los problemas de consistencia interna de un testimonio.

Considero que varios ensayos del libro tienen limitaciones similares a las señaladas hasta aquí; otros están bastante logrados. A continuación, comentaré algunos de ellos, pero no respecto de cómo ejemplifican las seis violencias tipologizadas en el ensayo introductorio, sino en relación con las premisas y decisiones metodológicas de las que parten. Esto tiene una razón: si un marco conceptual tiene en los testimonios su materia prima, ponderar el rigor con el que son trabajados es tarea necesaria.

Si un marco conceptual tiene en los testimonios su materia prima, ponderar el rigor con el que son trabajados es tarea necesaria.

El ensayo más convincente es  de Tamia Portugal, quien analiza una entrevista que desarrolló en el año 2010 al entonces alcalde de la comunidad de Putis, la que en diciembre de 1984 sufrió una masacre que tuvo como resultado más de 120 personas asesinadas. Al ser una entrevista hecha en el marco de jornadas de trabajo de campo, el ensayo se sostiene también en otras voces recogidas, en unas pocas fuentes periodísticas y en registro etnográfico. Así, Portugal nos muestra los objetivos políticos del testimoniante, la importancia de considerar sus antecedentes familiares y sociales, sus estrategias discursivas para llevar demandas hacia el espacio público, el rol que cumplen instituciones externas y la existencia de responsabilidades en la matanza que no han sido hasta ahora señaladas. De esta manera, se nos presenta una realidad compuesta por varias dimensiones que permiten a la autora constatar los esfuerzos que realizan pobladores rurales para hacerse oír por el resto del país.

Otro texto solvente es el de Jelke Boesten, quien intercala el análisis testimonial con la lectura de investigaciones previas para mostrar las estrategias con que muchas mujeres integran en su vida episodios de violencia sexual. Particularmente, resulta  interesante la problematización de la idea de “consentimiento”, que ya no aparece como un acuerdo mutuo que sostiene una relación sexual o amorosa, sino como la aceptación resignada de una injusticia.

Por otro lado,el artículo de David Durand me parece el más deficiente. El título señala que este trata sobre “el discurso del Ejército peruano durante el conflicto”, pero el ensayo prescinde de aquellas publicaciones –que son varias– donde el Ejército o alguno de sus miembros exponen su discurso. Por otro lado, su estrategia analítica consiste en interpretar un testimonio y algunos materiales adicionales casi exclusivamente a la luz del concepto psicoanalítico de goce. La idea-fuerza del texto es que las costumbres y rituales que trae consigo el Ejército destruye las mentalidades locales y crea nuevas subjetividades. Pero nada se dice sobre las características o manifestaciones de esta nueva subjetividad. Y ese es el mayor problema del texto: que la violencia crea nuevos sujetos es de sobra conocido y quedarse en la repetición de esta idea sin agregar más, no parece constituir aporte alguno. Así, Durand hace encajar sus materiales con la teoría psicoanalítica sin ofrecer nuevas luces sobre los hechos ni una reflexión sobre las consecuencias del conflicto armado en el cuerpo social.

Que la violencia crea nuevos sujetos es de sobra conocido y quedarse en la repetición de esta idea sin agregar más, no parece constituir aporte alguno.

El artículo de Víctor Vich revisa el testimonio de Hory Chlimper, empresario que permaneció ocho meses secuestrado por el MRTA. Vich nota que este testimonio se narra como un drama meramente personal que termina con el fin del cautiverio y que no deja al testimoniante consecuencias en el tiempo ni cuestionamientos posteriores. Este análisis sirve al autor para preguntarse si las clases altas en el país han reflexionado en serio sobre su rol durante el conflicto y si este les ha dejado lecciones. Si bien se trata de una argumentación sugerente, presenta un defecto de partida. El testimonio que revisa Vich es un artículo breve de siete páginas presente en un libro compilatorio, sin embargo, Chlimper ha publicado una versión más extensa de su testimonio en un libro titulado Mi secuestro, cuya existencia nunca es mencionada por Vich. Se trata, pues, de un ensayo que se apoya en una fuente incompleta, lo que pone en duda la confiabilidad de su interpretación.

Un aspecto interesante de varios textos del libro es que parten de aquello que la CVR sostiene sobre sí misma, a saber, que la verdad que ha elaborado es perfectible. Así, amparándose en la lectura de testimonios y consultando otras fuentes, Ignacio Pezo argumenta convincentemente que los testimonios sobre los cuales la CVR construye el capítulo dedicado a tratar la experiencia del pueblo ashánika se encuentran afectados por una serie de dificultades y desconfianzas al momento de su recojo, así como por la voluntad consciente del pueblo ashánika de omitir ciertos hechos. En ese sentido,  el texto problematiza la tarea de recoger testimonios sobre contextos de violencia generalizada y muestra la necesidad de “abrir esa memoria y ampliar el horizonte de lo no-dicho” (p. 303) con futuras investigaciones.

Claudia Almeida y Rafael Ramírez apuntan en una dirección similar en sus ensayos respectivos sobre la matanza de Lucanamarca, pero sus críticas a la CVR resultan injustificadas. Almeida afirma, por ejemplo, que el trabajo de la CVR sobre Lucanamarca “solo busca salvaguardar el prestigio de ciertos grupos dominantes” (p. 242), pero no ofrece prueba alguna de esta pretensión ni da pistas sobre qué la motivaría. Ramírez, por su parte, sostiene que el discurso de la CVR sobre esta matanza ha promovido una memoria colectiva que “continúa marginando las voces de algunos pobladores de Lucanamarca” (p. 215). Esta afirmación supone varias cosas, como que hay un antes y un después en Lucanamarca con el trabajo de la CVR o que es el trabajo de la CVR el que informa la imagen que tiene la opinión pública sobre Lucanamarca, supuestos opinables que el autor da por sentados.

Especialmente ilustrativo del lenguaje confuso de varios ensayos es el de Eliana Otta, quien a partir del análisis de una obra teatral discute las posibilidades de las artes para complejizar el recuerdo del conflicto. En determinado momento, Otta establece una analogía entre el público de la obra y el analista de la terapia psicoanalítica y señala que podemos pensar esta relación “como si los actores/analizados estuvieran respondiendo a la orden de escenificar para nosotros todo pulsionar patógeno que permanezca escondido en su vida anímica” (p. 364). Este texto contiene otros fraseos similares, y si bien su argumento es provocador, pierde potencia debido a un manejo conceptual que no da una definición de varios de los términos que utiliza.

Los ensayos de este libro están más cerca del buen recordar de lo que pueda parecer, pues les preocupa mostrar la permanencia histórica de la injusticia y la existencia de experiencias que pueden integrarse en nuestro discurso sobre la verdad.

Dos últimas observaciones sobre el ensayo introductorio. La primera es que la caracterización del buen recordar omite quizás aspectos fundamentales: mientras que se problematiza la reconciliación como horizonte de sentido de esta perspectiva, no se tratan con profundidad las nociones de justicia y verdad, que junto con el de reconciliación son los “conceptos fundamentales” que la CVR establece como pilares de su trabajo, a tal punto que esta los trata como condición previa de la reconciliación. La ausencia de estos conceptos en la discusión deja espacio a pensar que los ensayos de este libro están más cerca del buen recordar de lo que pueda parecer, pues les preocupa mostrar la permanencia histórica de la injusticia y la existencia de experiencias que pueden integrarse en nuestro discurso sobre la verdad, preocupaciones que la CVR incluye entre sus premisas.

La segunda observación apunta a un problema de caracterización. Se sostiene que el buen recordar entiende “la empatía con la víctima […] como requisito esencial para recobrar la salud de un tejido social enfermo por el olvido”, de modo que así  se “enaltece al que recuerda” porque se le reconoce ejerciendo su “responsabilidad social ante el sufrimiento de los demás” (pp. 27-28). Pero si cualquier argumento que exhorte a la solidaridad o toma de conciencia supone enaltecimiento, entonces el recordar sucio no estaría exento de ello, en tanto que quien recuerda asumiría un rol ético sostenido en un pensamiento crítico. Así, más que constituir una propuesta alternativa, el recordar sucio parece ser la adaptación del imperativo de “hacer memoria” a los problemas que continúan constatándose en el país a más de diez años de concluido el trabajo de la CVR. Justamente, es en las demandas de verdad y justicia, elementos del buen recordar que no son problematizados por Denegri y Hibbett, donde se encuentra aquello que las autoras atribuyen al recordar sucio: tener en cuenta que estamos hablando no de “un pasado dejado atrás sino un pasado que habitamos ahora” (p. 31).

En resumen, hay dos cosas en juego en este libro. La primera es la necesidad de movilizar la discusión sobre los fundamentos del mandato de “hacer memoria”, asunto que, en efecto, es poco debatido. Este libro es el primero en la academia nacional que discute esta idea –y sus implicancias– en extenso. Considero, sin embargo, que varios de sus argumentos no se sostienen lo suficiente u omiten aspectos importantes, restando solidez a la propuesta de recordar sucio.

Los aportes más logrados son los que interpretan el testimonio apoyándose en otras fuentes; en el otro extremo, la interpretación que se apoya en un concepto elegido arbitrariamente y que no atiende a la influencia de factores sociales, culturales o políticos ofrece menos posibilidades.

El segundo elemento en juego es el procedimiento interpretativo. Los aportes más logrados son los que interpretan el testimonio apoyándose en otras fuentes: bibliografía existente sobre el asunto tratado, entrevistas adicionales o reportes periodísticos. En el otro extremo, la interpretación que se apoya en un concepto elegido arbitrariamente y que no atiende a la influencia de factores sociales, culturales o políticos ofrece menos posibilidades. La mayoría de artículos del libro se ubican en algún punto intermedio entre ambas posiciones, por lo que encontramos en ellos ideas valiosas junto con argumentaciones escritas de forma confusa, sostenidas en premisas discutibles o que no se confrontan con la literatura pertinente. Se trata de límites que futuras aproximaciones al testimonio harán bien en advertir.