Martel, Frédéric (2013). Global gay. Cómo la revolución gay está cambiando el mundo. Madrid: Taurus. 
Frédéric Martel es un interesante ensayista sobre temas de la cultural global contemporánea que hace un año publicó un excelente libro sobre la “revolución gay” en el mundo. 1 Es un texto que propicia algunas reflexiones para entender las complejidades de la lucha global por los derechos de la población LGBT.
Uno de los aportes del autor se sitúa en una especie de geografía del activismo gay. 2 Esto le permite agrupar las regiones del mundo según su postura ante los derechos LGBT: por un lado, los países gay friendly (Europa occidental, Norteamérica y algunos países de Latinoamérica y Oceanía), luego los países neutrales (gran parte de Latinoamérica, partes de Asia oriental, Europa central y oriental, Sudáfrica) y el sector hostil a la causa LGBT (el mundo árabe, partes del Asia oriental, el África evangélica y, de alguna manera, Rusia). Esta contextualización ayuda a comprender los matices de la vida de las minorías sexuales en cada parte del mundo, así como las coordenadas políticas a partir de las cuales se articulan las metodologías del activismo gay.
Dentro de esas particularidades de la vida de las poblaciones de la diversidad sexual, quisiera destacar la cartografía que plantea sobre los barrios gay (gayborhoods) en Estados Unidos: elcluster (agrupamiento de espacios gays en un barrio concreto tipo Chelsea en Nueva York), elvillage (lo mismo que el anterior, pero en una zona más céntrica de la ciudad, como Castro en San Francisco o Greenwich Village en Nueva York), el strip (locales gays a lo largo de una avenida como en West Hollywood en Los Ángeles), la colonia (zonas aisladas en donde han decidido asentarse los gays como Key West en Florida), el barrio alternativo (barrios semiabandonados que se “gentrifican” a partir del establecimiento de la población gay y de los artistas como East Village en Nueva York) y finalmente el sprawl (es decir, la diseminación por toda la ciudad de los espacios gays, como ocurre en Atlanta o Miami). Estos modelos de agrupamiento se han propagado en otras partes del mundo, en particular en la zona gay friendly del planeta: Le Marais en París, Chueca en Madrid, Soho en Londres, la Zona Rosa en México D. F., el Chapinero en Bogotá o Silom en Bangkok son ejemplos de ello; y ciudades como Tel Aviv y Ámsterdam sobresalen ya como ejemplos del sprawl en el mundo.
Resalto esto porque una de las ideas básicas de Martel es que el modelo de vida gay norteamericano es, de alguna manera, el paradigma de los modelos de vida soñados o construidos por las poblaciones LGBT en el mundo. Aunque cada una tiene peculiaridades, la “cultura gay” que se irradia desde los centros de producción cultural mediática de Estados Unidos ha conformado una especie de maistream cultural (o gaystream) que ejerce una gran influencia en las performances gays locales.

Martel explica cómo la práctica de la homosexualidad ha estado inmersa dentro de las culturas no occidentales desde siglos atrás, y con sorprendentes niveles de tolerancia en muchos casos. Más bien, es la homofobia la que se importó de Occidente.

No obstante, Martel advierte que debemos tener cuidado con las lecturas políticas que se pueden hacer a partir de la influencia anglosajona en la vida de las poblaciones de la diversidad sexual y en el activismo gay. Esto porque, por un lado, en el sector homofóbico del mundo se suele afirmar que la homosexualidad es un producto de Occidente, y que todas sus expresiones culturales relacionadas son la manifestación de la decadencia del secularismo occidental frente a la cual se levantan los estandartes de los particularismos culturales, los nacionalismos o la defensa de los valores religiosos. Esto ocurre a nivel de la geopolítica mundial, cuando se escucha que gobiernos islamistas del Medio Oriente o líderes religiosos del África evangélica promueven leyes homofóbicas en nombre de sus valores culturales nativos, asumiendo que la defensa de los derechos LGBT es una imposición cultural occidental. Pero también ocurre en Occidente, cuyas fuerzas conservadoras suelen levantar las banderas de la tradición religiosa cristiana como el núcleo cultural de sus sociedades para atizar la homofobia.
Frente a este argumento, Martel explica cómo la práctica de la homosexualidad ha estado inmersa dentro de las culturas no occidentales desde siglos atrás, y con sorprendentes niveles de tolerancia en muchos casos. Más bien, es la homofobia la que se importó de Occidente, pues fueron las potencias coloniales europeas las cuales, bajo el influjo del puritanismo victoriano y las biopolíticas de control de fines del siglo XIX e inicios del XX, establecieron las leyes homofóbicas en Asia y África. Así, cuando políticos como Robert Mugabe en Zimbabwe o Yoweri Museveni en Uganda abogan por la penalización de la homosexualidad, básicamente toman el artículo 377 del código victoriano, paradójicamente para defenderse de una “práctica occidental antiafricana”. Como lo señala la abogada camerunesa Alice Nkom, a quien Martel cita:
La homofobia en África es muchas veces circunstancial. No está inscrita en nuestra historia. […] Y el riesgo no es el de una África supuestamente retrógrada, que aún está en la época feudal, como creen algunos, sino al contrario, una evolución ultramoderna, a la americana, la de los neovangélicos exaltados. (p. 183)
La homofobia legalizada es otro de los rezagos negativos que dejó el colonialismo occidental en el mundo.
Y justamente para evitar que un nuevo colonialismo cultural se imponga, ahora a través de las políticas afirmativas de Occidente, Martel recomienda que la estrategia global, y asumo que también la local, considere cada vez más las particularidades de cada situación, sin dejar de lado las articulaciones globales. Percibo que Martel nos quiere decir que los activistas LGBT deberían pensar menos en emular a Harvey Milk o a Stonewall, y más bien recuperar las microhistorias de tantos centenares de héroes locales o de hitos históricos propios, a partir de los cuales puedan construir sus propias estrategias. En ese sentido, leer las breves historias de tantos personajes interesantes en el mundo que lucharon o aún luchan por los derechos de las minorías sexuales es también uno de los grandes aportes de Martel: Edwin Cameron en Sudáfrica, Wan Yanhai en China, Georges Azzi en Líbano y tantos otros más, que desde las precariedades de sus existencias y sus propias ambivalencias luchan en el día a día por los derechos de quienes incluso no los conocen, y que a veces ni los aprecian.

Martel plantea […] desestimar la idea de que estamos en medio de una confrontación de civilizaciones, de Occidente contra Oriente, sino más bien entender que dentro de cada contexto hay simpatías y hostilidad.

En ese sentido, Martel plantea recomendaciones sobre las líneas que se deberían seguir en esta “revolución” por la nueva frontera de los derechos humanos. En primer lugar, desestimar la idea de que estamos en medio de una confrontación de civilizaciones, de Occidente contra Oriente, sino más bien entender que dentro de cada contexto hay simpatías y hostilidad. Finalmente, es la Norteamérica evangélica la que ha producido los mayores difusores de la homofobia reciente. En segundo lugar, que es importante potenciar las singularidades locales de las subculturas LGBT. Como él mismo lo dice, “existe un valor más poderoso aún que el de la diversidad: el de las diferencias dentro de las propias minorías. Yo la denomino la diversidad de la diversidad” (p. 317). Y, en tercer lugar, resaltar que el activismo político no es la única manera de lograr el reconocimiento de los derechos LGBT, sino que en el ámbito de la cultura también hay mucho por hacer y lograr. En ese sentido, recomienda aprovechar el movimiento educativo, el turismo, el crecimiento económico de las clases medias y, sobre todo, las posibilidades de Internet y la revolución tecnológica para abrir espacios que permitan un avance del reconocimiento de los derechos LGBT sin descuidar el lado político. Esto me parece interesante, teniendo en cuenta que en nuestro contexto nacional existen ciertos sectores del activismo que parecen considerar a la acción política, muchas veces confrontacional, como la única vía legítima para defender los derechos de la población LGBT, desaprovechando las posibilidades de la producción cultural.
Antes de concluir, conviene señalar también algunos de los vacíos del libro. Por un lado, creo que América Latina es el lado del mundo menos visto por Martel. Salvo las referencias a Brasil y Cuba, dice muy poco sobre lo que está ocurriendo en nuestro continente. Pero mi principal crítica radica en la casi nula referencia a los espacios religiosos progresistas, desde donde la lucha por los derechos LGBT ha adquirido una dimensión cuasi-identitaria en relación con su posicionamiento en el interior de sus comunidades confesionales. Lamentablemente, el único panorama sobre lo religioso que ofrece Martel es su lectura sobre el fundamentalismo evangélico norteamericano, bastión de la homofobia occidental. Hubiera sido interesante explorar los procesos dentro de las grandes denominaciones protestantes, como la anglicana o la luterana, en cuyos senos se está dando una lucha importante por los derechos LGBT, así como el creciente movimiento de comunidades cristianas inclusivas en diversas partes del mundo. Y lo mismo con respecto a los grupos judíos e islámicos que, ubicados en el ala progresista de sus confesiones, desarticulan desde dentro el discurso religioso homofóbico. Esto es importante, pues el mismo autor señala que el fundamentalismo evangélico y el integrismo islámico son los principales enemigos de la causa de los derechos LGBT en el mundo. Entonces, si la religión es uno de los fundamentos del discurso religioso global, es crucial analizar los procesos internos de resignificación de lo simbólico hacia una comprensión más inclusiva de la fe. Eliminar lo religioso de la esfera pública no es una manera eficaz de combatir la homofobia, en especial en las sociedades no occidentales, sino más bien comprender la complejidad del fenómeno religioso y valorar los procesos de deconstrucción del discurso conservador.
Termino con una cita del activista chino Wan Yahai para describir su lucha: “Nadie sabe dónde están realmente los límites. Así que he continuado empujándolos y colándome entre las contradicciones del régimen”. Intuyo que los activistas de todo el mundo seguirán colándose entre las contradicciones de sus regímenes para construir otros nuevos, menos injustos y más esperanzadores.

* Historiador de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Profesor de Humanidades en la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC).

  1. Edición original en francés: Martel, Frédéric (2013). Global Gay, Comment la révolution gay change le monde. París: Flammarion 
  2. Me permito usar este término tanto porque el autor mismo lo usa con frecuencia como porque la mayor parte de su trabajo se ha centrado en la experiencia de activistas gays, aunque también menciona algunas lesbianas y pocas transgénero.