En el Perú, estamos viviendo desde los años noventa un nuevo ciclo de auge exportador. De un nivel de tres mil millones de dólares en exportaciones en 1993, hemos pasado a uno de veintiocho mil millones el año 2007. Por más que los dólares de hoy no valgan lo mismo que los de hace quince años, se trata de un crecimiento sin duda impresionante. Pero no queda más que moderar el entusiasmo cuando se constata que desempeños así ya los hemos tenido en el pasado. Restringiéndonos únicamente al período republicano, podemos ubicar bonanzas exportadoras de magnitud parecida durante la era del guano (aproximadamente 1845-1865), la de la “república aristocrática” (1894-1920) y la de la posguerra mundial (1948-1972). En este artículo, me propongo resaltar los principales elementos de continuidad que ha habido durante tales ciclos de fiebre exportadora, para terminar con el señalamiento de algunas diferencias.

En el Perú, han predominado las exportaciones de poca transformación y con yacimientos concentrados en muy pocos puntos, cuyo ejemplo más notable fue el del guano o el salitre. Esta ha sido una gran diferencia con otros países de economías también fuertemente basadas en la exportación de productos primarios, como Colombia o Brasil, basadas en producciones agrícolas ampliamente difundidas entre miles de propietarios en un extenso territorio. En el Perú, el caso del algodón sería el que más se acercaría a este segundo patrón.

Cada una de esas eras exportadoras duró alrededor de veinticinco años. Para sus inicios, se conjugaron aspectos tanto internos (el logro de una cierta estabilidad política y social, tras una época de convulsión y revoltijo en esta materia) cuanto externos (fases de crecimiento de las naciones líderes de la economía mundial); y para su freno o su final, igual: a veces fue el agotamiento de los recursos naturales (las exportaciones de azúcar o algodón en el siglo XX no pudieron crecer porque ya no había más tierra disponible, como de aquí a cinco o diez años las exportaciones de oro estén quizás condenadas a estancarse porque ya no habrá más cerros por explotar), otras alguna crisis en la economía mundial.

Todos esos ciclos consistieron en auges sostenidos de la venta de materias primas o recursos naturales. La exportación era, en ocasiones, totalmente cruda o francamente primaria: tal como el producto se tomaba de la naturaleza, se ponía en la bodega del barco (el guano); otras veces pasaba por cierta transformación (caso de las lanas, el azúcar, la plata) en que el producto debía ser seleccionado, lavado, refinado o concentrado antes de su embarque. Las canteras de los productos podían reducirse a unas pocas plazas, o yacer dispersas por el territorio. Según predominase una u otra situación, variaron los efectos desencadenados por el auge exportador en la economía del país. En el Perú, han predominado las exportaciones de poca transformación y con yacimientos concentrados en muy pocos puntos, cuyo ejemplo más notable fue el del guano o el salitre. Esta ha sido una gran diferencia con otros países de economías también fuertemente basadas en la exportación de productos primarios, como Colombia o Brasil (para no alejarnos de América Latina), basadas en producciones agrícolas ampliamente difundidas entre miles de propietarios en un extenso territorio. En el Perú, el caso del algodón sería el que más se acercaría a este segundo patrón. Pero, como sabemos, nos hemos caracterizado por ser más un país minero que agrícola, al menos en materia de exportaciones.

Los efectos de la bonanza

¿Qué es lo que sucede en el país durante los auges exportadores? Podemos distinguir varios efectos económicos y sociales. Primero, se acumulan rápidas ganancias entre el sector de la elite nacional o de las compañías extranjeras que controlan los yacimientos o recursos clave para producir el bien exportable. El aumento del giro comercial local producido por la actividad exportadora puede también enriquecer a un empresariado advenedizo o de segunda fila, que aprovecha las oportunidades creadas por la compra de insumos locales por parte de las empresas de exportación. Así, estos ciclos de exportación vieron nacer en el Perú fortunas como las del inmigrante irlandés William Grace, cuya empresa inicial fueron las operaciones de abastecimiento con agua y alimentos a las islas guaneras en el siglo XIX, o a las de los hermanos Wiesse, que proveían de herramientas a las empresas mineras de la sierra central, en los inicios del siglo XX. Ocurre, entonces, un cierto reordenamiento dentro de la clase propietaria, que beneficia a los mejor ubicados o preparados para aprovechar las posibilidades abiertas por las transacciones derivadas de la economía de exportación y que permite a empresarios locales y a personajes de la clase media un rápido ascenso económico y social.

En segundo lugar, la contratación de trabajadores por la actividad de exportación eleva el nivel de los salarios en las regiones comprometidas y atrae, por lo mismo, a inmigrantes de otras regiones (e incluso de otros países). Ello trae cambios de ambigua valoración en el género de vida local: circula más la moneda y el mercado gana terreno, afectando las transacciones y las costumbres tradicionales. Como los precios de la canasta básica de consumo (vivienda, alimentos, servicios) se elevan, el incremento de los salarios queda algo evaporado y la población que no llega a participar de las actividades del boom exportador solo percibe los efectos malos: la elevación del costo de vida, la contaminación del ambiente y las perturbaciones nocivas en el orden social tradicional.

Así como en la era del guano se abolió el tributo indígena, hoy el Impuesto Selectivo al Consumo sobre los combustibles (que en otros años financiara más de un cuarto del presupuesto de la República) está en vías de extinción; y, así como en aquella era, la consolidación de la deuda interna fue un vehículo para redistribuir los ingresos estatales obtenidos gracias al guano, hoy la devolución del dinero del FONAVI (o de la deuda agraria) puede fungir de lo mismo.

En tercer lugar, los ingresos del Estado crecen. Entre 1993 y 2007, la recaudación tributaria corriente del gobierno central pasó en el Perú de 4,318 millones de dólares a 16,758 millones de la misma moneda, según los datos del Banco Central de Reserva. Ello suele llevar a una sustitución fiscal, en que los impuestos de origen interno se reducen o desaparecen y todos los niveles del Estado comienzan a depender directa o indirectamente de los gravámenes derivados del sector externo. Así como en la era del guano se abolió el tributo indígena, hoy el Impuesto Selectivo al Consumo sobre los combustibles (que en otros años financiara más de un cuarto del presupuesto de la República) está en vías de extinción; y, así como en aquella era, la consolidación de la deuda interna fue un vehículo para redistribuir los ingresos estatales obtenidos gracias al guano, hoy la devolución del dinero del FONAVI (o de la deuda agraria) puede fungir de lo mismo.

 Pero los años de las vacas gordas en materia de comercio exterior también han venido asociados a la corrupción en nuestra historia económica. Los funcionarios públicos o judiciales en cuyas manos está la concesión de los recursos claves para el funcionamiento de las exportaciones pasan por una prueba de fuego, tal vez excesiva, para la templanza peruana. Esta ha sido otra vía (no por oprobiosa menos efectiva) para la redistribución del ingreso durante estas bonanzas. Cuando estos enjuagues se volvieron demasiado escandalosos estallaron las revoluciones.

Los grandes momentos descentralizadores en nuestro país han sido por ello las coyunturas de depresión de la economía de exportación (los años posteriores a la independencia o de la posguerra con Chile, por ejemplo), cuando la falta de divisas del extranjero nos obligó a mirar hacia adentro y a vivir de los recursos de la economía interna. El proceso de descentralización iniciado durante el gobierno de Toledo podría aparecer como una novedad en esta materia. Pero considero que no alcanza a traicionar totalmente el patrón.

La prosperidad de las arcas fiscales lleva asimismo al fortalecimiento del centralismo, o al menos al del aparato central del Estado. En la medida en que este concentra los mayores ingresos derivados del boom exportador, funciona como una caja distribuidora de recursos a los otros niveles de gobierno. Así, su poder acrece, mientras se debilitan los agentes locales que ahora penden de sus buenas relaciones con el poder central para recibir algo de la bonanza. Los grandes momentos descentralizadores en nuestro país han sido por ello las coyunturas de depresión de la economía de exportación (los años posteriores a la independencia o de la posguerra con Chile, por ejemplo), cuando la falta de divisas del extranjero nos obligó a mirar hacia adentro y a vivir de los recursos de la economía interna. El proceso de descentralización iniciado durante el gobierno de Toledo podría aparecer como una novedad en esta materia. Pero considero que no alcanza a traicionar totalmente el patrón que asocia auge exportador con centralismo. Primero, fue una especie de reedición de la descentralización del gobierno del Apra de los años ochenta (está sí, realizada durante una crisis exportadora) y fue lanzada durante un momento de parálisis de las exportaciones; segundo, ha sido precisamente cuando el auge exportador se disparó y manifestó claramente (a partir de los años 2004-2005) que el proceso descentralizador parece haber entrado en una especie de parálisis que probablemente acabará en la consunción. Algo así ocurrió con la descentralización iniciada en 1886 durante el gobierno de Cáceres y a la que la República Aristocrática mantuvo formalmente hasta 1920, pero con casi nulos poderes reales.

En cuarto lugar, la abundancia de divisas lleva a una sofisticación en el consumo de la población; sobre todo, desde luego, de aquella más beneficiada por la bonanza: los vinculados a la industria de exportación, al comercio y al empleo público. En el siglo XIX fue la iluminación a gas en Lima y los ferrocarriles los que despertaron la emoción de palpar concretamente lo que era el progreso; más adelante, fueron la luz eléctrica y las ruedas de goma de los automóviles deslizándose sobre el macadam de las carreteras, como hoy son los rascacielos oscureciendo el cielo de Lima y los tréboles de tránsito y cruces a desnivel de nuestro alcalde metropolitano las pruebas fehacientes de nuestra falaz prosperidad. Como el comercio de ida trae aparejado el de vuelta, el boom exportador conlleva un boom importador que permite a los peruanos la modernización en los hábitos de consumo.

El drama es saber que todo ello es pasajero y que durará lo que duren las minas o los precios del oro y del cobre. De modo que un quinto efecto serían las reflexiones y propuestas que los líderes políticos e intelectuales bosquejan desde sus partidos, periódicos y cenáculos acerca de cómo podría aprovecharse la bonanza primario exportadora para cambiar el futuro nacional. En el siglo XIX, Manuel Pardo proyectó la locomotora y sus caminos de hierro como la vía para la transformación nacional y la solución a su pérfida geografía. Durante el segundo auge exportador, José Pardo, su hijo (¿quién dice que no hay nobleza de cuna en el Perú?) apostó más bien por la educación y por lo que entonces se llamó “la redención del indio”. Los hombres del tercer auge republicano (el de los años cincuenta y sesenta del siglo XX) soñaron con la industria manufacturera, que nos redimiría para siempre de la tara primario exportadora. Hoy, más desengañados por las experiencias del pasado, pareciera que el consenso fuera por una meta más modesta: reducir la pobreza, que viene a ser la versión moderna de la redención del indio.

La apuesta actual

El auge exportador actual guarda por su parte algunas diferencias con los de antaño. Irrumpió cuando había un elevado nivel de desempleo, por lo que no necesitó elevar mucho los salarios para atraer mano de obra. Más aun cuando las modernas vías de comunicación permitieron a la población trasladarse rápidamente de una región a otra. De otro lado, por lo menos hasta hoy, ha confiado su mecanismo fiscal en el más sutil impuesto a la renta, en vez de los antiguos “estancos” (el monopolio del Estado sobre el sector exportador) o el impuesto a la exportación que rigieron durante los pasados auges. Es un intento importante por no matar a la gallina de los huevos de oro, como en cierta forma ocurrió antes con los otros mecanismos fiscales, y por prolongar los años de las vacas gordas, pero supone una apuesta riesgosa (que la inversión privada premiará esa conducta y que, incluso pensando en el bien común, los particulares pueden gastar el dinero mejor que el Estado) y de muy largo plazo, que habrá que ver si resulta buena.

Finalmente, ¿por qué es difícil aprovechar una buena racha exportadora para un cambio más radical y profundo que algunas mejoras en el equipamiento urbano, mayores salarios para los empleados públicos y mejores vías de comunicación? Lo hasta aquí expuesto me lleva a las siguientes reflexiones: los auges exportadores al estilo minero (pocos yacimientos grandes, concentrados en pocas manos) aumentan la desigualdad, con lo que, salvo por los trabajadores vinculados al sector de exportación y los empleados públicos que viven de los impuestos que este paga, no hay más ampliación del mercado interno. Por ello, no hay que sorprenderse de que lo que acrezca no sea tanto la producción nacional cuanto las importaciones. Segundo, estos auges despojan de un poder fiscal a la población interna, al convertirla en un recipiente del gasto público y no en una fuente de sus ingresos, como debería ser. En efecto, buena parte de la población deja de ser aportante al fisco y pasa en cambio a recibir transferencias del gobierno (como en el actual programa Juntos). De esta guisa, la relación entre la población y el Estado se corrompe; la fiscalización ciudadana es reemplazada por las prácticas del miserabilismo y el clientelismo. El refuerzo del centralismo político y fiscal, que es ordinario a las épocas de auge exportador, encaja en esta misma dirección.

Desde luego, con mayores ingresos, el Estado siempre puede mejorar la educación, la salud y las comunicaciones, y debemos reconocer que, en la medida de nuestras posibilidades, algo de ello hicimos los peruanos durante nuestras bonanzas de exportación. Aunque tales herramientas no reemplazarán automáticamente a la renta exportadora cuando esta se termine, al menos nos dejan listos para aguardar más sabios, sanos y avisados el siguiente auge.


* Historiador, Profesor del Departamento de Economía de la PUCP, investigador del IEP.