La crisis de la monarquía española estalló como resultado de las abdicaciones de mayo de 1808 en Bayona de Fernando VII y Carlos IV en favor de Napoleón Bonaparte. Esta inconsulta cesión de la Corona a otra dinastía, que supuso la ocupación de la Península Ibérica por las tropas francesas, provocó el levantamiento armado de la población contra la usurpación napoleónica. En el transcurso de esta guerra de la independencia la población española se constituyó en juntas provinciales, y estas, a su vez, acordaron acatar y someterse a la autoridad de la Junta Suprema y Central en septiembre de 1808. Esta instancia fue reconocida también por la América española como depositaria de la soberanía hasta que se produjera el retorno de Fernando VII al trono. La Junta Central asumió los poderes ejecutivo y legislativo hasta que, debilitada por el avance francés, el 1º enero de 1810, decretó la convocatoria a cortes generales y extraordinarias que debían instalarse el 1º de marzo de 1810 en la isla de León. Esta asamblea de representantes no se reunía desde el siglo XVII, y tuvo como misión redactar una constitución para el conjunto de la monarquía con la que se erradicaría el poder absolutista. Al cumplirse en 2010 el bicentenario del nacimiento de las Cortes de Cádiz se hace necesario recordar que esta asamblea sancionó el 19 de marzo de 1812 una de las constituciones más avanzadas del mundo occidental en materia de derechos políticos, al transformar a los súbditos en ciudadanos, al introducir la elección universal masculina indirecta y al permitir la elección democrática y popular de los gobiernos locales (ayuntamientos) y regionales (diputaciones provinciales). El constitucionalismo gaditano tuvo un protagonismo central en la transformación de la cultura política peruana de absolutista a liberal y en la transición hacia la independencia obtenida en 1821.

Al cumplirse en 2010 el bicentenario del nacimiento de las Cortes de Cádiz se hace necesario recordar que esta asamblea sancionó el 19 de marzo de 1812 una de las constituciones más avanzadas del mundo occidental en materia de derechos políticos.

Las Cortes se retrasaron e iniciaron recién sus sesiones en la isla de León el 24 de septiembre de 1810, y, pocas semanas después, se trasladaron a la ciudad de Cádiz. La originalidad de esta asamblea fue que por primera vez las provincias de ultramar (América y Asia) estuvieron representadas por diputados procedentes de todas sus administraciones. La urgencia de contar con la presencia de esta representación en su inauguración obligó a que en Cádiz se eligiera a treinta suplentes entre los residentes americanos hasta que los propietarios electos en los lugares de origen llegasen y ocupasen sus puestos en la única ciudad española que se resistía a caer en manos de los franceses. Al virreinato del Perú se le concedió cinco suplentes, y los elegidos fueron Ramón Feliú, Dionisio Inca Yupanqui, Vicente Morales Duárez, Blas de Ostolaza y Antonio Zuazo. Esta representación peruana tuvo un protagonismo fundamental en lo que se ha denominado como el tratamiento de la cuestión nacional americana en las Cortes de Cádiz.
Desde las primeras sesiones la representación americana cuestionó de forma unánime su escasa representación en comparación con la que tenía la peninsular, que prácticamente la triplicaba, pese a que la población de la América española, incluyendo a los indígenas y a las castas de ascendencia africana, doblaba a la de la metrópoli. Los suplentes peruanos apoyaron al líder del grupo, el quiteño José Mejía Lequerica, en esta demanda de aumentar el número de sus diputados que finalmente no prosperó. Pero este bloque compacto se comenzó a fracturar cuando parte de la agrupación americana aceptó la postura de los diputados peninsulares de que la ciudadanía se concediera a los indígenas pero no a los pardos (identificados racialmente en la Colonia con las castas de mulatos, morenos y zambos). El defensor de esta última postura excluyente fue Morales Duárez, quien, en discrepancia con Mejía Lequerica, aceptó la concesión de la ciudadanía a los indígenas pero no a los pardos u otra población afrodescendiente de condición no esclava, porque ello solo produciría graves inconvenientes sociales tanto en el Perú como en el resto de las circunscripciones americanas. El decreto sancionado por las Cortes el 15 de octubre de 1810 excluyó a los pardos de la ciudadanía.

Desde las primeras sesiones la representación americana cuestionó de forma unánime su escasa representación en comparación con la que tenía la peninsular, que prácticamente la triplicaba.

La última ofensiva del bloque americano para lograr su objetivo de equipararse al español se produjo el 16 de diciembre de 1810, cuando se presentaron para su discusión las Once proposiciones, un conjunto de demandas entre las que destacaban la exigencia de una representación proporcional equitativa en las Cortes, la igualdad de derechos de los americanos en el acceso a los cargos públicos, la distribución de la mitad de los cargos entre los americanos, la libertad de cultivo y comercio, la supresión de los monopolios y el restablecimiento de la orden jesuita. En las sesiones donde se debatieron y finalmente se aprobaron algunas de estas proposiciones y otras se pospusieron para el debate constitucional, la representación peruana tuvo una participación opaca a excepción de las intervenciones de Morales Duárez y Feliú sobre la igualdad de acceso a los empleos. Morales Duárez llegó a ser nombrado presidente de las Cortes el 24 de marzo de 1812, pero la peste iba a acabar con su vida unas semanas más tarde. Por su parte, la trayectoria de Feliú puede definirse como claramente liberal, y fue acérrimo defensor de la concesión de la ciudadanía a los indígenas y de la abolición del tributo indígena, los repartos y las mitas.
También estuvo a favor de la concesión de la ciudadanía a los pardos, y fue en el transcurso de las sesiones de aprobación de la Constitución cuando combatió infructuosamente el artículo 22, donde se les marginaba de este derecho. Cuando Fernando VII retornó al trono, Feliú fue identificado como enemigo del reino, fue encarcelado y murió al poco tiempo. La actuación del resto de los suplentes peruanos, Ostolaza, Inca Yupanqui y Zuazo, fue más bien mediocre. Ostolaza no ocultó su radical desapego a los liberales, y dio claras muestras de ello al oponerse a la abolición de la Inquisición y criticar la supresión de los privilegios de la nobleza en materia de educación. Su añoranza hacia el Antiguo Régimen se confirmó al ser uno de los firmantes del Manifiesto de los persas, documento que reconcilió a muchos diputados con el absolutismo y justificó la supresión de las Cortes, así como la abolición de la Constitución. El apoyo a la Restauración fernandina tuvo como premio para Ostolaza su nombramiento como confesor del infante don Carlos.
Los diputados propietarios, es decir, aquellos elegidos en las siete circunscripciones electorales peruanas, tuvieron una reconocida presencia en las Cortes de Cádiz entre fines de 1811 y mediados de 1814. Muchos de estos representantes no pudieron finalmente asumir sus cargos al no lograr reunir el dinero requerido para costearse el viaje a España. Marie Laure Rieu-Millan ha calculado que los que llegaron y juramentaron sus cargos en las dos legislaturas que existieron fueron un total de dieciséis, figurando entre ellos el marqués de Torre Tagle, José Antonio Navarrete, Tadeo Gárate y el poeta guayaquileño José Joaquín de Olmedo. Las demandas de Lima, Piura, Chachapoyas, Tarma, Trujillo, Arequipa, Huamanga y Puno llegaron a estar representadas en la máxima asamblea del mundo hispánico. Por su polémica y opuesta trayectoria cabe destacar la participación de dos diputados durante las Cortes extraordinarias de 1810 a 1813: Francisco Salazar y Carrillo (representante por Lima) y Mariano Rivero y Bezoaín (representante por Arequipa).

Varios residentes peruanos en Cádiz, apoyados al parecer por Morales Duárez, a través de una representación solicitaron sin éxito el reemplazo del virrey por haberse excedido en el tiempo reglamentario de su mandato.

Salazar y Carrillo, desde posiciones conservadoras, representó los intereses del poder local limeño. Sus proposiciones en materia económica se concentraron en crear una moneda provincial, liberalizar el comercio de mulas y suprimir algunos monopolios. Defendió a los alcaldes y regidores limeños perpetuos apartados de la contienda electoral de los ayuntamientos constitucionales y pidió compensaciones para todos ellos en caso de no permitírseles competir por dichos cargos. Reconoció que en Lima las clases privilegiadas no podían asumir que los pardos fuesen ciudadanos de pleno derecho, y propuso en compensación que pudiesen elegir pero no ser elegidos. Su sintonía con el virrey José Fernando de Abascal también fue innegable. Logró que las Cortes aprobasen el reglamento del regimiento de la Concordia para los nobles limeños con los mismos privilegios que tenía el regimiento de voluntarios de Cádiz. Salazar y Carrillo se convirtió en un virtual propagandista de las decisiones militares y políticas adoptadas por el virrey. Ocasionalmente mantuvo informado a los parlamentarios de las victorias bélicas del ejército realista en el Alto Perú y de la contención del avance de los insurgentes rioplatenses. Pasó por alto las violaciones a la constitución gaditana que Abascal emprendió en Lima (persecución de periódicos liberales e intento de controlar las elecciones a los ayuntamientos constitucionales) y por el primer motivo iba a polemizar con el diputado por Arequipa.
El 19 de febrero de 1813, Mariano Rivero presentó ante las Cortes una moción que solicitaba la destitución del virrey Abascal. En realidad era la segunda vez que esto ocurría, ya que a principios de 1811 varios residentes peruanos en Cádiz, apoyados al parecer por Morales Duárez, a través de una representación solicitaron sin éxito el reemplazo del virrey por haberse excedido en el tiempo reglamentario de su mandato. En esta ocasión, Rivero argumentó que la destitución debía ejecutarse porque el virrey había incumplido la Constitución al tener noticias de que este “había suspendido la libertad de imprenta”. El debate de esta moción se produjo el 1º de mayo, y comenzó con malos augurios para Rivero, al adelantársele el diputado Salazar y Carrillo en la lectura de un par de documentos relacionados con la conducta de Abascal. En el primero este hacía constar la solemnidad con que la Audiencia habían procedido al juramento a la constitución celebrado en la capital, mientras que en el segundo daba cuenta de la exposición del ayuntamiento de Lima al virrey, en la que aquel transmitía a este sus júbilos y agradecimientos por promover dicho acto. Rivero calificó los documentos de la Audiencia y del Cabildo como un “homenaje arrancado por el despotismo, y no la expresión nacida de corazones virtuosos y agradecidos”, pero finalmente no logró su objetivo de que las Cortes destituyeran a Abascal. Esta autoridad no iba a cesar en aplicar una represalia al empeño de Rivero de quererlo alejar del poder. Ese mismo año el virrey dispuso el procesamiento del padre y hermano de Rivero en Arequipa por actos de conspiración, y una vez que el propio diputado dejó de serlo al abolirse las Cortes enfiló contra este en una representación dirigida al monarca con el título de El Pensador del Perú en 1815. Abascal lo acusó de conspirador y de pretender la emancipación del Perú. Al parecer logró su objetivo, ya que Mariano Rivero fue procesado y encarcelado por orden de Fernando VII ese mismo año.

No resulta exagerado afirmar que algunos representantes colaboraron en la formación de una retórica contra la arbitrariedad y la divulgación del liberalismo hispánico en el Perú que coadyuvaron a transformar la cultura política.

Los diputados peruanos en las Cortes tuvieron un estrecho contacto con la circunscripción a la que representaban y a quien debían su elección. Gracias a ellos Cádiz y Lima quedaron enlazados en una red de comunicación política. Por lo mismo no resulta exagerado afirmar que algunos representantes colaboraron en la formación de una retórica contra la arbitrariedad y la divulgación del liberalismo hispánico en el Perú que coadyuvaron a transformar la cultura política. Por ejemplo, las polémicas Once proposiciones con el resultado de su debate en las Cortes fueron remitidas por los cinco diputados suplentes al Cabildo de Lima en marzo de 1811, y gracias a ello la capital estuvo al tanto de las demandas de igualdad de la representación americana en Cádiz. Poco después, el periódico liberal El Peruano se impuso dar a conocer los debates que precedieron a la promulgación del decreto de libertad política de imprenta celebrados en las Cortes en 1810. Por último, el diputado Rivero se encargó de enviar a Lima y Arequipa obras políticas como los Derechos y deberes del ciudadano de Mably y las Cartas de fray Servando Teresa de Mier dirigidas al periódico El Español de José María Blanco White. El destino político de los ex diputados Mariano Rivero y Francisco Salazar y Carrillo después de suprimirse las Cortes de Cádiz fue por lo demás paradójico. Rivero obtendría su libertad y sería rehabilitado como abogado recién en 1820, cuando el pronunciamiento de Rafael de Riego obligó a Fernando VII a restablecer la Constitución de 1812. Rivero, simpatizante del Trienio Liberal y contrario a que el Perú se separara de España, murió ejerciendo el cargo de oidor en la audiencia cubana de Puerto Príncipe. Por su parte, Salazar y Carrillo, dócil al poder absolutista ejercido por Abascal y por Pezuela, y poco afecto al liberalismo, sorpresivamente en 1821 se sumó al bando patriota y apoyó la causa emancipadora de San Martín e, inclusive, fue electo diputado por Lima al Congreso constituyente de 1823. Ambos casos resumen los imprevisibles cambios en la cultura política que experimentaron los peruanos de las primeras décadas del siglo XIX que creyeron o no en el liberalismo hispánico.


* Investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid.