Una de las características de la cultura política peruana ha sido la creación constante de nuevos departamentos, provincias y distritos. Según datos y opiniones de la Dirección Nacional Técnica de Demarcación Territorial, desde la Independencia y hasta el 2001 se crearon 194 provincias, fruto de un proceso histórico caracterizado por la división irracional del territorio y el crecimiento acelerado y desordenado de nuevas demarcaciones, que mantienen límites imprecisos y sustanciales diferencias tanto en extensión como en población, como mostraría el hecho de que, en la actualidad, aproximadamente 237 distritos (12.9%), cuenten con volúmenes poblacionales inferiores a 1000 habitantes y 21 distritos (1.1% del total) con menos de 500 habitantes. 1

Este proceso de fragmentación, irracional en apariencia requiere ser puesto en perspectiva histórica para que sea inteligible. Efectivamente, más que irracionalidad, hay buenas razones que explican el modelo de creación constante de demarcaciones territoriales y a ello dedicaremos unas breves consideraciones.

La representación territorial peruana a fines de la colonia (1808-1814 y 1820-23)

Las elecciones se organizaban en tres niveles sucesivos: juntas electorales de parroquia, de partido y de provincia. Por tanto, el número de representantes, y, en consecuencia, el mayor o menor peso específico que se confería a las hasta entonces colonias condicionó el debate sobre que se entendía por provincia y qué territorios serían considerados como tales.

Poco se recuerda que en dos breves periodos de las dos últimas décadas del periodo colonial, España ensayó un proyecto liberal dando representación a sus colonias. Así, las primeras elecciones de representantes en el Perú fueron las de los diputados que participarían en los debates de la Constitución de Cádiz de 1812. Dos fueron los ejes de la representación política en la construcción del proyecto liberal en América Latina: en primer lugar, la definición de la ciudadanía y, en segundo, la de los espacios políticos donde se elegirían los poderes legislativo y ejecutivo. En general, el debate que se impuso era si los diputados y senadores eran representantes del cuerpo de electores o de una región determinada.

La constitución española de 1812 estableció la igualdad de derechos entre los habitantes de ambos hemisferios y entre los distintos territorios, denominados provincias. Las elecciones se organizaban en tres niveles sucesivos: juntas electorales de parroquia, de partido y de provincia. Por tanto, el número de representantes, y, en consecuencia, el mayor o menor peso específico que se confería a las hasta entonces colonias condicionó el debate sobre que se entendía por provincia y qué territorios serían considerados como tales. Los diputados americanos reivindicaron el equilibrio territorial y, sobre dicha base, el reconocimiento de un amplio número de provincias. Sin embargo, en una primera instancia, se impuso la preeminencia peninsular: se optó por el centralismo y por las grandes divisiones territoriales en América, aunque la falta de acuerdo forzó una solución de compromiso, como fue la de postergar a una ley específica la demarcación territorial que debería abordarse cuando las circunstancias políticas lo permitieran. La influencia de la Constitución de 1812 se mantuvo en las sucesivas constituciones peruanas, en el sentido de incorporar el modelo electoral indirecto y en lo relativo a la indefinición sobre lo que era una circunscripción electoral y qué regiones tenían derecho a serlo.

Demarcación territorial y circunscripciones electorales en el constitucionalismo peruano

Las Constituciones efímeras de 1823, 1826, 1828, 1834 y 1839 dividieron al Perú en departamentos, los que se subdividían, sucesivamente, en provincias, distritos (cantones en 1826) y parroquias. A partir de la constitución de 1856, se creó una nueva entidad territorial, la provincia litoral, cuyo objetivo era dar entidad específica a zonas consideradas estratégicas. Las Constituciones de 1860, 1867, 1920 y 1933 mantuvieron los departamentos, provincias y distritos, y la especificidad de las provincias litorales.

La Constitución de 1826 pospuso a una ley específica la demarcación territorial del Perú, una tendencia que se mantuvo en las sucesivas constituciones del siglo XIX y las de 1920 y 1933, aunque, en esta última, se estableció que la creación de nuevos departamentos debía ceñirse a los mismos trámites requeridos para la reforma de la Constitución. La Constitución de 1828 confirió al poder legislativo la competencia exclusiva en la división y demarcación territorial –lo que se mantendría a lo largo de la historia republicana–, previa consulta a las Juntas departamentales, si bien se abría el camino al reconocimiento de nuevas demarcaciones en función del número de habitantes. Con ello, se abriría un proceso de creación de departamentos, provincias y distritos. El número de departamentos reconocidos fue de nueve en 1822, siete en 1826, hasta llegar a los 18 de 1876, además de tres provincias litorales. Los departamentos estaban subdivididos a su vez en provincias, que inicialmente se reconocieron sobre la base de los viejos partidos coloniales. Entre 1821 y 1825, la legislación electoral reconoció 49 provincias, a las que se sumaron siete más hasta 1835, en tanto que en el período entre el gobierno de Castilla y el Primer Civilismo (1848-1878) se crearon 31 nuevas provincias:

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Las 47 provincias de 1825 se habían convertido en 95 en 1876 y aun subirían a 112 en 1919.

En cuanto a los distritos, si bien se incrementaron –de 710 en 1857 a 786 en 1903–, el incentivo era menor que en el caso de las provincias, al no resultar de su constitución el establecimiento de una representación parlamentaria. Se trata de un proceso radicalmente distinto del ocurrido a lo largo del siglo XX, cuando se crean 1052 distritos, como expresión de la resolución de conflictos de poder local y para lograr la constitución de una municipalidad que permitiera disponer de recursos autónomos, que solo se reconocen cuando se tiene estatus urbano.

Los grupos de poder local buscaron afanosamente convertir su terruño en villa, distrito, provincia o departamento, con el objetivo de lograr una mayor presencia en los entresijos del poder y del Estado, vía presupuestos o instituciones educativas o económicas en su hinterland.

En general, el proceso, que concluiría con una ley de creación departamental, provincial o distrital, se inició desde grupos de poder de base local y/o regional que elevaban un acta al Congreso en respuesta a demandas de autonomía respecto de la hegemonía de determinada ciudad o zona, alegando diversos motivos: la necesidad de dotarse de administración gubernativa, el reconocimiento de emergentes ejes económicos y políticos, la excesiva extensión del territorio, su creciente peso demográfico o dotar de entidad a zonas de reciente colonización en la Amazonía. Los grupos de poder local buscaron afanosamente convertir su terruño en villa, distrito, provincia o departamento, con el objetivo de lograr una mayor presencia en los entresijos del poder y del Estado, vía presupuestos o instituciones educativas o económicas en su hinterland.

La demarcación territorial se ha entreverado tradicionalmente con la electoral, por lo que su constante modificación se tradujo en la práctica en el aumento constante de representantes legislativos. El creciente número de provincias se tradujo en un permanente aumento de la representación parlamentaria. El gráfico muestra los cambios en el número de diputados.

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La Constitución de 1920 fue la primera en optar por limitar el número de representantes en 110.

Un breve análisis del peso regional en los sucesivos congresos, reflejado en el cuadro siguiente, nos lleva a considerar que los departamentos del Sur (Cusco, Puno, Arequipa, Ayacucho y Huancavelica), si bien aportaban los contingentes más importantes, fueron perdiendo peso específico ante el avance de los representantes del Norte (La Libertad, Cajamarca, Piura, Lambayeque, Amazonas y Loreto). Así, el Sur pasa de aproximadamente un 50% de la Cámara en 1855 al 40% en 1878, en tanto el Norte aumenta del 20% al 27% en el mismo período. Nótese, además, que ambos son mayoría frente a la capital y los demás departamentos del centro.

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La legislación decimonónica combinó la representación al Congreso de Diputados de base territorial –un diputado por provincia– con la proporcional al número de habitantes, si bien los criterios variaron significativamente a lo largo del período analizado. La corrección en función de la demografía otorgó, en 1878, 2 diputados solo a 11 provincias –Piura, Cajamarca, Chota, Huaraz, Huari, Pasco, Jauja, Huancayo, Andahuaylas, Puno, Azángaro y Arequipa– y 4 a Lima, lo que lleva a anotar que las provincias más pobladas no controlaban más allá del 20 % de la Cámara Baja. Como vemos, la dinámica que se impuso en el Perú fue la creciente representatividad territorial en el Congreso.

La misma tendencia se constata en la Cámara de Senadores, en las etapas de predominio bicameral, tal como se refleja en el siguiente gráfico.

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Nuevamente, se observa el crecimiento a más del doble en el número de senadores. A partir de la Constitución de 1860, cuando se introdujo una ratio en función del número de provincias de cada departamento, el Norte pasó de tener 14 senadores en 1863 a 16 en 1878; y el Sur de 17 en 1863 a 23 en 1878. esto significó que, mientras el Norte redujo su porcentaje del 36% al 30% en la Cámara Alta, el Sur lo mantuvo en torno al 43-44%. Así, se produjo una suerte de contrabalance territorial entre ambas Cámaras, si bien, a lo largo del siglo XIX, siempre dominaron los representantes del Sur y del Norte sobre Lima y los departamentos aledaños. Se trata de un dato que explica la importancia que tenía para las élites políticas limeñas asegurarse los votos a lo largo y ancho del país para mantener el control del legislativo.

¿Fracaso o éxito de grupos regionales? Los proyectos de ley de demarcación territorial

La historia republicana ha visto el fracaso reiterado de varios proyectos de imponer un modelo estable de organización territorial. En 1849, el Congreso ordenó recopilar información para poder elaborar un proyecto de ley de demarcación administrativa que debía debatirse en la legislatura ordinaria de 1851, base para una posterior demarcación judicial y eclesiástica. Nada se avanzó ni se modificó, como tampoco cuando en 1856 A. de la Roca vio frustrada su iniciativa parlamentaria tendiente a redactar un nuevo proyecto de demarcación que pusiera las bases del progreso, la planificación de infraestructuras viales y la unificación de las jurisdicciones administrativa, judicial y eclesiástica. Un nuevo intento en 1862 acabó siendo inviable, según la propia comisión encargada, ante la imposibilidad de obtener datos precisos y por la falta de colaboración de las autoridades políticas.

En 1877, se constituyó una comisión de demarcación política, judicial y eclesiástica, presidida por Mariano Felipe Paz Soldán, que incorporó los datos aportados por el censo de 1876, los informes estadísticos y administrativos de los distintos departamentos y provincias recopilados por la –entonces novedosa dentro de la administración del Estado– Dirección de Estadística, dirigida por Manuel Atanasio Fuentes, o por la Junta de Ingenieros, para así optimizar la descentralización diseñada en la Ley de Municipalidades de 1873. Pero, además, se trataba de racionalizar el alud de peticiones ya resueltas o en trámite que perseguían modificar aspectos parciales de la demarcación de la república, por lo que se optó por paralizarlas momentáneamente e incorporarlos a los debates e informes de la comisión. Se concluyó que la demarcación era absurda, arbitraria o fundada en falsas tradiciones y en una legislación vaga, que había inducido a límites inciertos o inexistentes entre múltiples provincias y departamentos. El proyecto de demarcación de 1878, que se proponía además fijar la representación legislativa, tomó en consideración cuatro supuestos: geográficos, demográficos, políticos y económico-sociales, intentando quebrar demarcaciones fruto del provincialismo, que solo respondían a intereses privados. El objetivo manifiesto era imponer una suerte de balanza de poderes y eliminar la capacidad de veto, fuera cual fuera el motivo, de determinados diputados y senadores a los intereses de departamentos antagónicos y relativizar el peso específico de los departamentos de Cajamarca, Cusco y Puno. Tampoco pudo llegar a rango de ley.

En la primera mitad del siglo XX, la reforma de la demarcación cobró un nuevo aspecto, cuando la descentralización fue defendida como un mecanismo básico para lograr el desarrollo del Perú. Entonces, y a partir de la década de 1980, el debate político se libró no tanto para limitar el aumento de las demarcaciones como por convertirlas en verdaderos factores de desarrollo.

En 1887, tras la Guerra del Pacífico, el senador La Torre propuso suspender lo actuado desde 1860 en cuanto a la creación de distritos, provincias y departamentos, y volver al statu quo vigente en aquel entonces. En octubre de 1891, se encomendó a José Román de Idiáquez la redacción de un plan de demarcación política, judicial y eclesiástica, cuyo informe entrego al Ministerio de Gobierno año y medio después, y ahí quedó archivado. Bajo el gobierno de Nicolás de Piérola, se produjo un nuevo intento, encargado en 1895 a la Sociedad Geográfica de Lima, encargo reiterado en 1924, cuando tampoco la Constitución de 1920 logró definir nada al respecto. El Congreso Constituyente de 1931 volvió a situar en el centro del debate el tema regional, con posiciones encontradas entre los partidarios del centralismo o de la descentralización. Intelectuales de gran influencia participaron en la discusión, entre ellos José Carlos Mariátegui, Víctor Andrés Belaunde yJorge Basadre; entre tanto, el presidente David Samanez Ocampo encargó a Manuel Vicente Villarán un anteproyecto de constitución en 1931, donde se priorizara las “fundadas amargas quejas de las provincias”, al mismo tiempo que la Sociedad Geográfica de Lima devenía en foro de opinión de las distintas posturas y proyectos, en especial el defendido en 1932 por Emilio Romero, congresista por Puno. No fue el último capítulo escrito al respecto: la Ley 10553, promulgada en abril de 1946, declaraba la necesidad nacional de que se elaborara un Estatuto de Demarcación Territorial, así como que se abordara la Redemarcación Territorial de la República, un proyecto encargado a la Sociedad Geográfica de Lima y que debía debatirse en la legislatura ordinaria de 1948. Se suspendía cualquier iniciativa legislativa en ese tema, salvo para el caso de circunscripciones distritales indispensables en zonas fronterizas. En la primera mitad del siglo XX, la reforma de la demarcación cobró un nuevo aspecto, cuando la descentralización fue defendida como un mecanismo básico para lograr el desarrollo del Perú. Entonces, y a partir de la década de 1980, el debate político se libró no tanto para limitar el aumento de las demarcaciones como por convertirlas en verdaderos factores de desarrollo.

En última instancia, puede pensarse que, ante la dicotomía entre si la representación política se ejercía en nombre de los ciudadanos o de un territorio determinado, el proceso de creación constante de nuevas divisiones administrativas nos lleva a plantear la hipótesis de que, en el caso peruano, habría sido más importante, a lo largo de su historia, la lucha por abrir espacios de representación territorial, que la lucha por la ampliación de la ciudadanía, en sentido estricto.

En conclusión, no fue posible llegar a acuerdos nacionales sobre la demarcación territorial a lo largo de la historia republicana. En la práctica, persistiría el viejo problema planteado en las viejas cortes del primer liberalismo español: ¿qué era una provincia? y ¿que territorios debían ser considerados provincias? La discrepancia se instaló en la mente de los legisladores y, en consecuencia, se aceptó crear nuevos distritos, provincias y departamentos, en respuesta a iniciativas e intereses diversos, bajo el lema no verbalizado de que “todos somos (o podemos ser) provincia” o, dicho de otro modo, se mantuvo en la cultura política peruana la idea de que bajo determinadas condiciones, nunca prefijadas, grupos de interés local podían convertir su espacio de influencia en distrito, provincia o departamento, acceder a espacios de representación parlamentaria o atraer los efectos considerados benéficos de la acción gubernativa, vía presupuestos del Estado –infraestructura, instituciones educativas o promotoras de progreso económico–. Esta dinámica se vio favorecida por el hecho de que la competencia siempre recayó en el poder legislativo que, como vimos, estuvo controlado numéricamente por intereses regionales. En última instancia, puede pensarse que, ante la dicotomía entre si la representación política se ejercía en nombre de los ciudadanos o de un territorio determinado, el proceso de creación constante de nuevas divisiones administrativas nos lleva a plantear la hipótesis de que, en el caso peruano, habría sido más importante, a lo largo de su historia, la lucha por abrir espacios de representación territorial, que la lucha por la ampliación de la ciudadanía, en sentido estricto.


* Profesora Titular de Historia de América, Universitat de Girona. Ha investigado temas de historia colonial -movimientos indígenas, corrupción virreinal- e historia regional y colonización amazónica.  El presente artículo forma parte del Proyecto de Investigación del Plan Nacional I+D+I, HUM 2005-00610, DGIMEC.


  1. http://www.pcm.gob.pe/accionesPCM/direcciontecnica /Dntdt.htm#demarcacion.